La historia y la memoria: cómo crear vidas a través del relato escrito
La historia se nos propone como un relato lineal, estructurado, casi completo ante nuestros ojos de lectores. Cada vez que queremos entender una guerra, un libro, una película, nos remitimos a los acontecimientos, a las biografías y a las circunstancias que rodearon nuestro objeto de interés, aunque las historias oficiales parecieran contárnoslo todo –el que un florero se quebrara, que alguien tuviera una mala niñez o que las alucinaciones dieron formas a grandes historias– no podemos saber con certeza las emociones y los pensamientos de los actantes de manera definitiva, podemos suponer, jugar a adivinar, buscar registros, seguro eso ayudará, pero no podemos saber de todas las veces que los personajes históricos lloraron desesperados en sus camas o de los tropiezos que tuvieron con las irregularidades del asfalto, las elecciones de levantarse más temprano o más tarde que hicieron que perdieran el autobús o una cita importante o una guerra; pero esto no sólo es así con las grandes figuras históricas, detrás de ellos siempre están los familiares, los vecinos, los conocidos y los desconocidos, las personas que nada tienen que ver y que están sentadas ahora viendo televisión o nadando en un lago, cuántas personas no se habrán salvado de grandes tragedias sólo porque tuvieron un retorcijón estomacal y corrieron al baño o porque durmieron unas horas de más, sucediendo también a la inversa, pensemos por ejemplo en algún transeúnte que camina desprevenido por la calle, pensando en lo que tiene que comprar en el supermercado, es así que haciendo una tarea inofensiva y habitual para su vida le cae una matera de un quinto piso que con su vida, ¿quién cuenta la historia de este transeúnte?, tal vez un diario sensacionalista, pero teniendo en cuenta que también está el lado de la historia de la persona que puso la matera allí, que la empujó desprevenidamente con las nalgas mientras fumaba un cigarrillo en su ventana o que simplemente le estaba rociando agua.
Las líneas de tiempo de las gentes se unen en momentos imprevistos, algún día usted acompaña a un conocido a visitar a un amigo y lo próximo que se sabe es que el conocido deja de ser parte de su vida y su amigo –el de él– es el amor de su vida. Qué hubiera sido de Sócrates sin la cicuta o de Nietzsche si lo hubiera querido una mujer, qué sabríamos de Kant si hubiera perdido su virginidad y se hubiera dedicado a los gozos del cuerpo y qué estaríamos haciendo en estos momentos si la iglesia católica no hubiera asesinado, excomulgado y escondido tanto conocimiento valioso, si la gran biblioteca de Alejandría no se hubiera quemado o si tuviéramos cada una de las cosas que se han escrito y no sólo los fragmentos que nos llegan, qué vamos a saber nosotros si los fragmentos faltantes harían que tuviéramos una percepción histórica diferente.
En Colombia, por ejemplo, la recuperación de archivo invita a construir mediante trazos, a veces débiles e inseguros, una historia. El acto de reconstruir la memoria intenta encontrar su lugar en un país que se halla en un oficio viciado de sepulturero; con el germen cultural del olvido propagado en el cultivo social Colombia se enfrenta con la dificultosa pero compensatoria empresa de hablar cada vez más sobre la memoria y su fragilidad. Rescatar y disertar sobre las escrituras de antaño es componer un imaginario, no se trata de cargar de culpas al historiador por falta de dedicación pero sí de mostrar el lugar del escritor en la deconstrucción y reconstrucción –cual si fuera un collage de recortes muy diversos– de un relato, verídico o no, pero que siempre nos proporciona indicios de lo que fue su contexto, la historia es la encantadora y melancólica tarea de recolectar las estampas de una época en un relato, y digo una por tratarse de un relato perceptualmente subjetivo, el de un sujeto particular y en ocasiones también de su apreciación histórica –cuando se escribe literatura– , pero que realmente está evocando unos acontecimientos que dentro de la creación